lunes, 16 de agosto de 2010

Esa mujer _ Rodolfo Walsh

Rodolfo Walsh - Esa mujer



RODOLFO WALSH

Esa mujer

El coronel elogia mi puntualidad:
­Es puntual como los alemanes ­dice.
­O como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
­He leído sus cosas ­propone­. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando,
casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones,

que ha
estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No

subraya nada,
simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar,

una zona
vagamente común.
Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el
atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar,

siquiera
momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma

concebible de
amor lo que nos ha reunido.
El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo

tenga.
Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una

búsqueda, es
apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos

sospechan
que podría ocurrírseme.
Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no
significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su

muerte,
detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto

cementerio.
Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado

amor se
alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me

sentiré
solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada

sombra.
El coronel sabe dónde está.
Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos,

ornado de
marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante

el
Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría

si le
dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su

whisky.
El bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría,

con
superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras

sus manos
gordas hacen girar el vaso lentamente.
­Esos papeles ­dice.
Lo miro.
­Esa mujer, coronel.
Sonríe.
­Todo se encadena ­filosofa.
A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en

la base.
Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos

brumosos y
sonriendo, habla de la bomba.
­La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si

supieran lo
que he hecho por ellos, esos roñosos.
­¿Mucho daño? ­pregunto. Me importa un carajo.
­Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra.

Tiene doce
años ­dice.
El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con

remordimiento.
Entra su mujer, con dos pocillos de café.
Contale vos, Negra.
Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un

rictus de
neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita.
­La pobre quedó muy afectada ­explica el coronel­. Pero a

usted no le
importa esto.
­¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al

mayor X
también les ocurrió alguna desgracia después de aquello.
El coronel se ríe.
­La fantasía popular -dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el

fondo no
inventan nada. No hacen más que repetir.
Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la

mesa.
-Cuénteme cualquier chiste -dice.
Pienso. No se me ocurre.
­Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le

demostraré
que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo.

Que se
usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de

Dollfuss, de
Badoglio.
-¿Y esto?
­La tumba de Tutankamón -dice el coronel-. Lord Carnavon.

Basura.
El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y

velluda.
-Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.
­¿Qué más? ­dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.
-Le pegó un tiro una madrugada.
­La confundió con un ladrón ­sonríe el coronel . Esas cosas

ocurren.
­Pero el capitán N. . .
­Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más

él, que
no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.
­¿Y usted, coronel?
­Lo mío es distinto ­dice­. Me la tienen jurada.
Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.
­Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo

hice por
ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la

va a
escribir usted.
­Me gustaría.
­Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me

importe
quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia,

¿comprende?
­Ojalá dependa de mí, coronel.
­Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba

en el
palier y salió corriendo.
Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana
policromada, una pastora con un cesto de flores.
-Mire.
A la pastora le falta un bracito.
­Derby -dice. Doscientos años.
La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos.

El
coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.
­¿Por qué creen que usted tiene la culpa?
­Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la

llevé donde
está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que

querían
hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo

impidió.
El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con

elocuencia,
con método.
-Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con

perspectiva
histórica. Yo he leído a Hegel.
­¿Qué querían hacer?
­Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar

los
restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene

que oír
uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale

tanta
basura, pero estamos todos hasta el cogote.
­Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no?

Ha
llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.
-Y orinarle encima.
­Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la

bomba y
la picana. ¡Salud! -digo levantando el vaso.
No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces

del puerto
brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los

automóviles,
arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es

apenas la
mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.
­Esa mujer ­le oigo murmurar­. Estaba desnuda en el ataúd y

parecía
una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las
metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una

ventanilla
mojada.
El coronel bebe. Es duro.
­Desnuda ­dice­. Éramos cuatro o cinco y no queríamos

mirarnos. Estaba
ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó, y no me

acuerdo quién
más. Y cuando la sacamos del ataúd -el coronel se pasa la mano

por la
frente­, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso...
Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel

es casi
invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se

apaga
despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos

ruidos. La
puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha

abierto más
cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus

cañerías,
sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus
sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña una

metralleta que no
le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el

palier,
enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico

vacío del
palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente

nadie y
regresa despacio, arrastrando la metralleta.
­Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado,

como la
vez pasada.
Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha

desaparecido
y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su

vida.
­...se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba

enamorado del
cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada,

mire -el
coronel se mira los nudillos­, que lo tiré contra la pared. Está

todo
podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?
­No.
­Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso

siempre. En la
oscuridad se piensa mejor.
Vuelve a servirse un whisky.
­Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un

invisible
contradictor-. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una

mortaja y
el cinturón franciscano.
Bruscamente se ríe.
­Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos

pesos.
Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.
Repite varias veces "Eso le demuestra", como un juguete

mecánico, sin
decir qué es lo que eso me demuestra.
-Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos

obreros
que había por ahí. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una

diosa,
qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.
­¿Pobre gente?
­Sí, pobre gente.­El coronel lucha contra una escurridiza

cólera
interior­. Yo también soy argentino.
­Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos.
­Ah, bueno ­dice.
­¿La vieron así?
­Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y

desnuda, y
muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo...
La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista,

esa
frasecita cada vez más rémova encuadrada en sus líneas de fuga, y

el
descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo

también me
sirvo un whisky.
­Para mí no es nada -dice el coronel­. Yo estoy acostumbrado

a ver
mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en

Polonia,
el 39. Yo era agregado militar, dése cuenta.
Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres

muertos, pero
el resultado no me da, no me da, no me da... Con un solo

movimiento
muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.
­A mí no me podía sorprender. Pero ellos...
­¿Se impresionaron?
­Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón,

¿ésto es
lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de

San Pedro,
que se durmió cuando lo mataban a Cristo." Después me agradeció.
Miró la calle. "Coca" dice el letrero, plata sobre rojo.

"Cola" dice
el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo

rojo tras
concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el

mundo.
"Beba".
­Beba ­dice el coronel.
Bebo.
­¿Me escucha?
-Lo escucho.
Le cortamos un dedo.
­¿Era necesario?
El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice,

la demarca
con la uña del pulgar y la alza.
­Tantito así. Para identificarla.
-¿No sabían quién era?
Se ríe. La mano se vuelve roja. "Beba".
­Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto
histórico, ¿comprende?
­Comprendo.
-La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay

que
hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.
­¿Y?
­Era ella. Esa mujer era ella.
­¿Muy cambiada?
­No, no, usted no me entiende. lgualita. Parecía que iba a

hablar, que
iba a... Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R.

controló
todo, hasta le sacó radiografías.
­¿El profesor R.?
-Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien

con
autoridad científica, moral.
En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una

campanilla.
No veo entrar a la mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su

voz
amarga, inconquistable.
­¿Enciendo?
­No.
­Teléfono.
­Deciles que no estoy.
Desaparece.
­Es para putearme ­explica el coronel-. Me llaman a cualquier

hora. A
las tres de la madrugada, a las cinco.
-Ganas de joder ­digo alegremente.
­Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo

averiguan.
­¿Qué le dicen?
­Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los

huevos.
Basura.
Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.
­Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les

dije. Esa
mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como

cristiana. Pero
tienen que ayudarme.
El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación,

con
grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas

olas
contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro,

rojo y
plata.
­La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25

de Mayo,
siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían

quitar,
hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi despacho,

sobre un
armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que

era el
transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.
Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca,

la
pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles.

El
edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño,

pañales
en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte.
-Llueve -dice su voz extraña.
Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.
­Llueve día por medio ­dice el coronel-. Día por medio llueve

en un
jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón

franciscano.
Dónde, pienso, dónde.
­¡Está parada! -grita el coronel­. ¡La enterré parada, como

Facundo,
porque era un macho!
Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un

momento, cuando
el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas

lágrimas le
resbalan por la cara.
­No me haga caso -dice, se sienta­. Estoy borracho.
Y largamente llueve en su memoria.
Me paro, le toco el hombro.
­¿Eh? -dice­ ¿Eh? -dice.
Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en

un tren
desconocido.
-¿La sacaron del país?
-Sí.
­¿La sacó usted?
­Sí.
-¿Cuántas personas saben?
­DOS.
­¿El Viejo sabe?
Se ríe.
-Cree que sabe.
­¿Dónde?
No contesta.
­Hay que escribirlo, publicarlo.
­Sí. Algún día.
Parece cansado, remoto.
­¡Ahora! ­me exaspero­. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo

escribo la
historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel!
La lengua se le pega al paladar, a los dientes.
-Cuando llegue el momento... usted será el primero...
­No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares.

Diez mil.
Lo que quiera.
Se ríe.
­¿Dónde, coronel, dónde?
Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme

quién soy,
qué hago ahí.
Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o

que no
volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable
itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades,

complicidades.
Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un

dedo, ni
siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una

revelación.
­Es mía -dice simplemente­. Esa mujer es mía.


"Esa mujer" fue publicado en "Los oficios terrestres", Ediciones

De la
Flor, 1986. © Herederos de Rodolfo Walsh


Esta página fue preparada con la colaboración de Jorge A.

Lazareff

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1 comentario:

emilia dijo...

lo comparto a este cuento de ROdolfo W... porque me conmueve,gracias por el espacio Y EL TIEMPO SI LO LEEN.